lunes, 4 de febrero de 2008

De nevadas y ventiscas

Llueve y hace frío. Por televisión veo las patéticas escenas que resuenan demasiado familiares en mis huesos. Filas de horas y horas, en medio de una masa aforma de personas que dejan de ser individuos para ser masa peligrosa. Animos caldeados y tragedia a menos de un paso. Los marines chinos luchando contra la naturaleza. Las canciones dulzonas y melodramáticas escenas, en medio de políticos llamados a la calma, a devolverse, y a trabajar más duro.

Todas estas son las escenas del éxodo de éxodos, el “movimiento de personas más grande en el mundo”–pensé que era el Hajj--, el retorno de los hijos pródigos cargados de regalos: el inicio de Año Nuevo Lunar en China continental.

Yo ya he estado ahí, unos siete años atrás, haciendo fila por 12 horas para tomar el tren. Conste que esa es la espera normal, bajo condiciones de clima ideales. Recuerdo la Estación de Guanzhou como un lugar frío y sin color. Al menos en esa ocasión pudimos comer algo. Sin embargo, pocas veces he sentido tanto miedo como estar en medio de una masa de un millón de personas, todos empujando, todos ansiosos por llegar a casa. Moraleja: NUNCA viaje en Año Nuevo.

Los chinos ya no saben qué sacar: motores de avión para limpiar las pistas, la reserva hasta de la policía. Un oficial cae exhausto en Guanzhou. Lleva tres días seguidos de pie, sin dormir más que veinte minutos en el suelo de su oficina, luchando por controlar las muchedumbres. Hay gente que lleva tres días en la carretera, sin baños ni agua ni comida. Son miles, millones.

Las minas, que ya deberían estar cerradas, están trabajando 24/7. Los vagones de carbón tienen prioridad sobre la gente. Si se para la maquinaria de producción, aún en fiestas, es tragedia. La gente puede esperar. Sí, tienen casi un mes de vacaciones de primavera, pero ¿quién puede darse ese lujo? Ciertamente, no los obreros migratorios, especie de seres transparentes e inexistentes en los anales oficiales. Sin residencia, sin derechos, su único placer es ver a los suyos una vez al año. Padres que no conocen a sus hijos, madres que dejan al esposo a cargo de los niños, hijos separados demasiado temprano de la familia. La desesperación es fácil de entender.

La naturaleza ha jugado una mala pasada esta vez, pero no es más que un recordatorio de que el desarrollo debe ser parejo –los trabajadores migratorios vienen en su mayoría de las provincias interiores, donde no ha llegado todavía la ola del despegue económico-- y firme –buena respuesta gubernamental ante un desastre de tal magnitud, especialmente, afianzando las bases para evitar mayores tragedias –restringiendo los viajes por carretera, liberando las reservas de alimentos. No obstante, se pone de manifiesto la dependencia de la frágil cadena productiva, que entre más grande, más sensible, cuyos efectos se verán más adelante, no inmediatamente, y si la cosa se pone peor, más pronto que antes, no sólo en China, sino en todo el mundo.

Esa oleada tras la tormenta me recuerda la carestía de productos de alta tecnología tras el terremoto en Taiwan: las fundiciones más grandes tuvieron que parar la producción, y hubo atrasos en el transporte, lo cual tuvo un efecto global. Lo mismo ahora con esa capa blanca que envuelve a China, que poco a poco se irá extendiendo, encareciendo los productos, reduciendo la disponibilidad de otros. El mercado bursátil se va a poner bastante interesante. Agárrense en Costa Rica, con recesión en Estados e inflación en China.

Y que lo sepan los políticos ticos: que no se atrevan a jugar de vivos con la plata donada por los chinos. Eso es plata ganada con sudor y sangre, a costa de vidas, en una lucha pareja contra los elementos. Se atienen a las consecuencias. El karma será brutal.
Esta tormenta perfecta no tendrá nada que hacer a la par de lo que se puede desatar, o más bien, lo que ellos mismos se pueden cosechar.